domingo de lavadoras
Los domingos toca llevar la ropa a lavar. Son unos diez kilos de ropa metidos en dos bolsas gigantes. Las lavadoras son más grandes que las que suele haber en una casa —algunas son incluso industriales—, y todas funcionan con una tarjeta prepago de marca Hercules. Lavan rápido, en treinta minutos, y dejan la ropa igual de sucia de lo que estaba. De las diez que hay, siempre hay alguna que no funciona. A la media hora, los diez kilos de ropa lavada van directos a las secadoras industriales, unas máquinas gigantes que hacen un ruido tremendo y están conectadas a la calle por tubos de escape del tamaño de una chimenea. Secan en treinta minutos a tropecientos mil grados de temperatura. Cuando el tejido de la ropa es delicado, se funde y se agujerea. Los pantalones encogen una o dos tallas. Hasta los vaqueros más resistentes se vuelven finos y traslúcidos al quinto secado.
Hay que estar ahí puntuales para sacar la ropa a los treinta minutos porque, si no, viene el siguiente y te la saca y te la deja donde puede. A veces hay pelos del lavado anterior. O chicles pegados en la secadora. Una vez, alguien lavó las cosas de su perro y toda mi ropa salió llena cubierta de pelitos cortos y dorados. Un golden retriever, pensé amorosamente.
Por lo demás, ha sido una semana con cosas agradables y cosas muy desagradables. ¡Feliz domingo!